Revelada

El mismo movimiento con que abro la puerta para salir, sirve para echar al hombro el bolso de la cámara y descolgar de la percha la corbata negra de siempre.  Los semáforos monocromáticos abren paso en cadena, como dominó.  El cenicero aún no fue vaciado desde la ceremonia de antier a la entrada lateral de la iglesia.  Otra vez más los saludos, las flores, los músicos, los pecados perdonados, las familias unidas sólo para esta noche.  Los novios.  Calcados todos en blanco y negro.

Largo la secuencia que mi cámara fiel podría recitar: novios de frente, padres sollozando, sacerdote elevando la ostia.

Y la última: retrato a tres cuartos de la novia mientras el novio retira el velo.  Apunto, encuadro, pero algo anda muy mal.  El botón de disparo no hunde.  Se empaña el lente.  Se agita alejando y acercando, sin enfocar.  Me rehusa tu retrato.  Chilla un pitido final antes de apagarse.   Qué más da, ya habrá un colega a quien pedírselas.  Aunque no podría asegurar que capture aquel improbable lunar azul en la comisura de la novia.  O ese gesto con que acercaste a tu sien ese pelo dorado rebelde.

El novio ahora acerca su mentón al tuyo.  Rozas con tu brazo descubierto el cuello del chaquet, y posas tu mano ligera sobre su hombro; sonríen cómplices.  Inclinas ahora tu mejilla y nuevamente se libera el pelo rebelde.  El velo se desprende, y cae.  Besan.  Me miras.

Me lo advirtió mi Leica.  Al fin te encontré – sólo para verte partir.